jueves, 18 de marzo de 2010

Off side

CUENTOS


PELEA DE PERROS
Oscar René Cruz Oliva

I

El General lo entendió antes que los otros dictadores. Fue el primero en retirarse y el único en hacerlo sin que mediaran serios conflictos. Se dio clara cuenta que no podía contra los designios del país que compraba todo el azúcar, todos los plátanos; que financió la construcción de la Carretera Panamericana y del Hospital Roosevelt, y, sobre todo, que contaba ahora, después de la Segunda guerra mundial, con un poder militar jamás imaginado. Ante los EUA ningún titubeo, lo que quisieran. Se dio cuenta que era el momento “de las democracias” y quizá del comunismo Allá ellos, se di-jo: ya verán que no es fácil gobernar estos pequeños países atrasados y que, justo aquí, faltan hombres, re-almente hombres. Lo que sobra son peleles, cobardes.

Fue por ese entonces, cuando el miedo que el dictador promovía y manipulaba como un demiurgo haciendo que a la gente se le doblaran las piernas y se le cerraran las gargantas de modo que sus gritos salían compungi-dos para el cielo, fue por ese entonces, sí, que mi ma-dre decidió que yo pasara los dos meses de vacaciones escolares en su pueblo, en Colís, apenas a setenta kilómetros de nuestra casa en la ciudad capital. A pe-nas, sí, porque desde el principio el camión jadeaba subiendo y bajando por una brecha increíble, enfanga-da con el agua que escurría de las cerros; llena de pie-dras lodosas que habían caído con árboles arrugados, carcomidos de tan viejos, derrotados, exhibiendo la vergüenza de sus raíces. Era el único vehículo que hac-ía semanalmente el intrépido recorrido, dos veces, uno de ida, otro de vuelta. Siete horas de tenaz esfuerzo.

Los ascendientes de los abuelos de mis tatarabuelos, debieron tener muy poderosas razones para ir a asen-tarse en aquel lugar escondido. Sólo un miedo aterra-dor pudo hacer que una tribu completa, con los que iban naciendo, enfermando y muriendo, atravesara montañas, mares, quizá desiertos, países y continentes enteros, sin detenerse en ninguna ciudad importante, para llegar hasta el lugar recóndito que ellos debieron bautizar como Mataquescuintla, que aún hoy, en los primeros momentos del siglo XXI, es prácticamente desconocido. Sólo en un momento histórico, por bre-ves instantes críticos, el poblado y sus habitantes lla-maron la atención en la pequeña fracción del continente en la que estamos enclavados. Tan pronto los asuntos tomaron otro cause, volvió premeditadamente a hun-dirse, con renovada razón, en el seguro refugio del ol-vido.

Ahora que soy viejo, que tengo tiempo para hojear li-bros, he descubierto y con ello abierto las puertas de un misterio, que mis ancestros no tenían nada de mayas ni de españoles, que llegaron de muy lejos, de más allá de Europa.

Hace quizá treinta años vi en una revista de propagan-da política, la fotografía del bigotón José Stalin son-riente como todos los amos de este mundo, rodeado por muchachas de Azerbaidján. El “Padrecito” de los soviéticos se veía satisfecho, triunfante, rodeado de jóvenes embelesadas, con el corazón palpitante por la proximidad del gran líder, luciendo sus multicolores trajes regionales. Una, al centro, iluminada por la vi-sión del patriarca, era el vivo retrato de mi madre tal como la recuerdo y la recordaré siempre.

Tiempo más tarde en un libro no pude dejar de dete-nerme ante la imagen del escultor Nigogos Nigogosian, de quien no conozco ninguna de sus obras, ni sé nada de su vida. El pié de grabado dice: "El pueblo armenio pertenece a una variedad de la raza anatolia. En el re-trato del escultor... se reconocen los caracteres de esta raza..." Lo que quiere decir, deduzco, que también soy el armenio arquetipo porque el escultor y yo tenemos un extraordinario parecido.

Quizá esto no sea más que una especie de alucinación racista, pero a partir de entonces me he dado cuenta que el contrincante de mi tío Beto, en ese juego electo-ral que todos toman muy en serio en Mataquescuintla, es muy parecido al actual dirigente de los curdos. Y qué decir de Pedro, el esposo de mi tía Modesta, efi-ciente herrero, que calzaba los caballos del rumbo con sus justas herraduras; que hacía sonoros aldabones y todo tipo de utensilios para la casa, aliando metales, como lo debieron hacer allá en Eriván sus antepasados, con la primitiva forja de fuelle y a base de mazazos en el yunque. Pues es el caso que en 1993 cuando hice el lanzamiento del libro La Predestinación de Francis Ferrier, durante una feria del libro en el Palacio de Mi-nería de la Ciudad de México, una expositora, teóloga distinguida, maestra de la Universidad Iberoamericana, indicó que la traducción del nombre del primer obispo de París que se había adoptado en esa obra, Pedro de Lombardía, era equivocada, porque desde hacia mu-chos años se aceptaba Pedro Lombardi como el nom-bre oficial: ¡Pedro Lombardi! justamente el nombre y apellido de aquel laborioso y buen herrero de un recóndigo lugar del planeta.

Es probable que quienes se asentaron originalmente en Mataquescuintla, fueron oriundos del primer pueblo que, como país, se convirtió al cristianismo, y cuyo acendrado sentimiento nacional lo ha hecho víctima de masacres, de auténticos genocidios a lo largo de la his-toria moderna. No tengo los medios para hacer una in-vestigación de esas que ahora dan trabajo a historiado-res, sociólogos, antropólogos, etnólogos, etcétera, que por lo general llegan a resultados tan obvios que uno se pregunta para qué tal investigación, o a conclusiones tan confusas que obligan a proponer otra.

Ante la “teoría de la mina", aquella que afirma que un grupo de personas llegó a Mataquescuintla contratados por una empresa extranjera para explotar un yacimien-to de bismuto, que debió resultar superficial y pobre y que no generó ninguna infraestructura importante, yo supongo que esa tribu llegó huyendo, huyendo sin pa-rar; que luego lo olvidaron todo, como si se hubieran hecho extirpar la parte del cerebro que gobierna la memoria. No hay rastro de algún bagaje cultural (ahora me doy cuenta), de ninguna transmisión oral de mi-tos, ningún ritual exótico. Quizá restan vestigios en alguna parte muy arcaica del sistema cerebral, que habría que estudiar con cuidado, como aquella terque-dad de mi tía María de escribir la letra a en forma tan abierta que parecía u, a la manera armenia o como símbolo árabe, por ejemplo. Más tarde, seguramente, llegaron otros, igual, con amnesia histórica pero con algunos rasgos delatores, persignándose de derecha a izquierda, con nombres y apellidos como Pedro Lom-bardi o José María Cruz, de remarcado cristianismo.

Se escondieron. Pasaron los años, quizá siglos. En Eu-ropa un festín de sangre enardeció la sangre de los pueblos; ideas libertarias circularon entre las naciones como la savia de los árboles, desde las raíces hasta las hojas y los frutos. La Capitanía General de Guatemala, se independizó de España y de México y de cualquier otro país, dando lugar a la República de Centro Améri-ca: una Federación de cinco Estados soberanos. OR-CO

Ya casi al terminar la primera mitad del siglo XIX, uno de ellos, posiblemente con nuevos vínculos en algún poblado vecino, decidió reforzar el movimiento de Los Lucios y se lanzó a la guerra. Lo derrotaron porque se equivocó de siglo. No había leído La Guerra de Gue-rrillas del Che Guevara y presentó batalla frontal a un ejército debidamente organizado. Realmente, como a Luis XVI, le cortaron la cabeza, la pusieron en picota y la pasearon por diversos pueblos cercanos a la capital. Aquel episodio quedó registrado en la historia que ya no se enseña en las escuelas, como la Guerra de la Montaña, porque tuvo lugar en la Sierra de las Minas, y el nombre del derrotado fue Serapio Cruz. Curioso: ¿sería pregunta? (¿Será pío Cruz?) ¿o sentencia? (¡Será pío Cruz!).

Entonces el pueblo se envolvió de nuevo en el anonimato más absoluto, se volvió invisible. Transcurrido cierto tiempo, poco a poco todos los habitantes fueron emigrando hacia la capital, la mayor parte haciendo comercio, aunque alguno, de apellido Toledo (como la ciudad sede de la Santa Inquisición) hizo poesía, no mala por cierto; otros pretendieron ingresar a la Uni-versidad, hubo quien se hiciera comunista en la época de McCarthy. Este último caso ocurrió cuando los EUA. derrocaron a Jacobo Arbenz. Tuvo que huir hacia México, el país vecino. Ahí, en un municipio ol-vidado, este mataquescuintleco compró su propia acta de nacimiento. Inteligente adoptó el mismo nombre para él y para sus padres (ya difuntos: se certificó tam-bién el acta de nacimiento y la defunción respectiva). Todos, el vivo y los muertos, ahora con nueva nacionalidad. Luego compró certificados de estudios, hasta nivel medio y por ese camino llegó hasta Palacio Nacional. Trabajó cerca de dos Secretarios de Hacienda que luego fueron Presidentes de la República. Debió amasar sendas fortunas, porque la primera la perdió en el juego de cartas. Curiosamente lo apodaban "Adolfo" porque tenía un gran parecido con un ex presidente de quien se decía que no había nacido en México.
Como se ve, existen muchas razones para que ahora, en los inicios del siglo XXI, sea un orgullo saber que los padres o los abuelos nacieron en Mataquescuintla, cuna de gente destacada en todos los ámbitos de la fi-losofía, las artes, la ciencia y la política, que se mueven con soltura, como en su casa, por toda América, incluyendo los EUA. Pueblo aquel cuyo nombre se refiere a los perros escuintles, lugar de perros o, quizá, donde se les elimina.


II

Cuando llegué con mis once años a Colís, como le lla-maban familiarmente al poblado, ya caía la tarde. (Por cierto Colís es como se pronuncia en latín la palabra Colina). Después de los incómodos saludos salté el mostrador de la gran tienda de mis tíos y por poco le caigo encima a un perro que estaba como pegado al suelo. Éste no se conmovió a pesar de mi presencia extraña y peligrosa.

Debo decir que nunca tuve miedo a los perros, con todo y que un pastor alemán, cuando yo era aún más pequeño, me clavó tremenda dentellada en la pierna izquierda, a la que respondí con una violenta patada en el vientre del animal. Nos conocíamos, éramos amigos, pero aquel día de carnaval yo me acerqué a su ama por detrás y cuando levanté la mano para estrellarle el cascarón de huevo pintado con anilinas de varios colores, relleno de confeti y harina, sin gruñir, con todo sigilo, se disparó de un solo salto con las fauces abiertas. Mordida y patada fueron simultáneas. El grito de mi amiga impidió una nueva arremetida del perro. Aunque sangré y la herida no fue ligera que digamos (la marca me quedó para siempre) recuerdo que el resto del día continué celebrando alegremente el carnaval, con sus combates de harina, cascarones, confetis, pica-pica…
El perro de Mataquescuintla se llamaba "Azabache" porque era negro como ese mineral, tan negro que sus pelos producían irisaciones azules y violetas.
Lo primero que hice fue volverme hacia él y acariciarle el vientre con un rápido movimiento de manos. El perro, melancólico, me vio desde la lejanía de su espíritu y, sorprendido, quiso reconocerme abriendo apenas los ojos. Como un sonámbulo se puso de patas y me siguió al cuarto en donde dejé mis cosas.
Ese anochecer, con la fatiga del viaje encima y con la tensión de los momentos iniciales en casa ajena, la pasé platicando nerviosamente con mis primas, gemelas, una un poco gorda y la otra sumamente delgada; y, observando los movimientos de la casa. Ahí mismo, junto al mostrador, nos sirvieron un sabroso platón de frijoles con crema, queso y plátanos fritos, acompaña-do de tortillas de maíz, luego café con leche y pan dulce.
Cuando oscureció me maravillé de la manera tan fácil como encendieron las lámparas de gas, esas de bolsita que aún usan los exploradores. Luego me fui a la ca-ma, muerto de sueño, con el estómago lleno y el corazón contento, casi sin percatarme que el Azabache no se había despegado de mi lado y que me había acompañado hasta la puerta del cuarto de mis tíos que yo compartiría con ellos.

Durante treinta y tantos años recordé aquella estancia en Mataquescuintla como unas muy felices vacaciones escolares. Después de muchas vueltas de la vida, de ascensos y caídas, en un momento de repaso, atando cabos, me di cuenta con dolor que mi madre había da-do instrucciones a mis tíos y que ellos las habían cumplido al pié de la letra, para que yo fuera tratado severamente, por quién sabe qué pecados juveniles que aún ignoro y que sólo me atrevo a conjeturar a partir de los golpes que mi existencia propinó a mi entrañable vieja. Sí, lo recuerdo, fui sometido a una disciplina cuartelaria, obligado a trabajos forzados. Otros parientes veían con disgusto aquel tratamiento y parece que hasta mi abuelo materno dejó sus ocupaciones y viajó para intervenir ante su hija para que la vejación no continuara, pero continuó, hasta que se reinició el ciclo escolar y tuve que volver a la capital.
Trabajaba todos los días en la huerta de naranjos. El Azabache, mi sombra, antes que nada, de un salto arrancaba con el hocico uno o dos de los frutos más maduros y los ponía a mis pies. Yo sacaba agua del pozo y regaba los frutales. Luego ayudaba en la elaboración de quesos, como mozo, por supuesto. Hacía velas de cera. Cargaba bultos con las mercancías que sal-ían del pueblo a la capital, en aquel único camión, y descargaba lo que traía de regreso. En dos ocasiones me robé cartones enteros de cigarrillos baratos, empecé a fumar, a escondidas, lo que continué durante exactamente treinta años, abiertamente por supuesto. Mis problemas actuales con la garganta y los pulmones, son como la prolongación agravada de aquel castigo de ya hace muchos años. Empedré la parte de la carretera que pasaba frente al almacén, defectuosamente por supuesto. No importaba el resultado ni el cómo, sino que yo estuviera ocupado en un trabajo rudo.

Después de la primera noche, el trato con mis primos, dos señoritas y un chico, me fue hábilmente vedado. Cuando empezaba a anochecer se me inducía a salir a la calle, a visitar a otros parientes. Era el momento del jugueteo juvenil, cuando mi tía María y mi tío José ba-jaban la guardia porque había que contar el dinero de las ventas del día, el de las entradas que había dejado el camión a su regreso de la capital, y lo hacían en pri-vado. En una ocasión vi a mi tía guardar en una vasija sesenta moneditas de oro: "las utilidades del viaje", me explicó.
De la primera salida nocturna, rumbo a casa de mi tía Teresa, casada con el herrero Pedro Lombardi, recuer-do el movimiento de las sombras y la tensión de los sentidos, quizá como el primer día de alguien que ha quedado ciego. Voces en el aire, charlas andantes, silenciosas para no romper la oscuridad. Las paredes de las casas adivinadas por los ruidos de adentro, amorti-guados, sordos. Saludos incomprensibles por su precisión, buenas noches niño Antonio, en el centro de la ceguera. Una pequeña ascua enrojecía más a la altura de la boca. Los cigarros encendidos como luciérnagas, volando suave, pesadamente, prendiendo y apagándose con el movimiento de los cuerpos. De pronto un reguero de chispas en el suelo. La brasa dispersada por la violencia del golpe sobre el suelo, como la ciudad de México dormida vista desde el cielo, una luciérnaga restregada en la palma de la mano destellando la última media vida de su radioactividad.


III

Mi andar torpe, inseguro en aquel camino nocturnal, tropezaba aquí y allá, porque el Azabache que venía junto a mi pierna izquierda, se pasaba a la derecha, en rápidos y temerosos movimientos. A veces se ponía adelante y debía empujarlo con el pie, otras iba atrás, pero justo en mis talones. Pronto me di cuenta de la presencia invisible de tres o cuatro cuerpos que anda-ban circulando a mí alrededor. Eran otros perros, que nos mantenían cercados, sigilosamente. Creo que tanteaban mi valentía ante ellos, que ya sabían que era bastante pero no hasta qué grado. Los perros perciben el miedo de los hombres hacia ellos. Ese miedo los agrede y si es muy intenso se les hace intolerable, y atacan y persiguen al miedoso. En mí no olían gran cosa. Era evidente que el Azabache no era uno de ellos, que él si les tenía miedo, que estaba acobardado. Ataqué a los perros de manera enérgica, verbalmente con: chuchos cabrones, sáquense de aquí, repetido varias veces y acompañados los gritos con patadas ti-radas al aire y varejonazos que zumbaron a tientas y a locas, luego lancé algunas piedras: armas de largo alcance, a donde mis oídos me indicaron, atacando la retaguardia del enemigo en retirada.
En casa de mi tía Teresa, el extremo del patio irradiaba una luz distinta a todas las demás, que eran amarillentas y débiles. Esta era rojiza y chispeante. Ahí estaba Pedro Lombardi (no el que escribió las famosas Sentencias que fueron norma de conducta cristiana durante la edad media, sino el marido de mi tía). Sostenía con la mano izquierda unas enormes tenazas que prendían un trozo de hierro al rojo vivo. Con el brazo derecho descargaba con un mazo el peso de su cuerpo sobre el pequeño metal incendiado, aún flameante, que cambiaba de forma y se descascaraba en pequeñas y delgadas láminas que ennegrecían instantáneamente. El hombre era un ser que luchaba entre las luces y las sombras, él mismo era luz y sombra. De la noche emergía iluminada una parte de su cuerpo, lleno de movimiento, de gestos. Sudor de luz. Luego se perdía en la penumbra, cuando llevaba hacia atrás el brazo y balanceaba el cuerpo, para soltar el golpe. Parecía que al tensar los músculos, vencía la resistencia pegajosa que oponían las tinieblas.
Cielo, tierra, fuego, Vulcano el artífice. Cuando la obra satisfacía, Pedro la hundía en la pila de agua, ahí junto, de la que saltaban gotas hirvientes en medio de una explosión de vapor. La naturaleza entera había participado en la creación primera de una buena herradura para caballo.
En esa ocasión como en otras, acompañaba al matrimonio a cenar. Bromeaban conmigo y conversaban sobre sus cosas. Yo sentía ahí una atmósfera distinta a la que se respiraba en casa de mi tía María. Teresa era la segunda esposa de Perucho o Don Perucho, como yo y todos le llamábamos. Mi tía no tuvo hijos pero él había tenido tres en su anterior matrimonio: dos mu-chachos y una muchacha, a quienes conocí años des-pués. Ellos se "civilizaron", es decir, dejaron el poblado y desempeñaron actividades muy alejadas de lo que ahí se hacía. Los varones se hicieron pilotos aviadores y ella, muy linda por cierto, emigró a los Estados Unidos con su mamá.
Aunque podía hacer otras visitas, durante aquellas dos horas del anochecer, por ejemplo ir a donde mi tío Beto ("Beto el loco", "Beto el rico"), hombre de amplia risotada, dicharachero, fortachón y que rasgaba bien la guitarra; el centro de un permanente círculo de personas. Su exceso de vitalidad era mucho para mí. Nunca he pertenecido a cofradías ni he sido bueno para formar parte del coro. Con los Lombardi me sentía bien y por eso los prefería.
La noche siguiente, aunque salí con el Azabache, llegué solo. Los perros, nuestros enemigos, aplicaron con éxito un movimiento táctico. El jefe de la manada se nos adelantó sin que yo me diera cuenta. Los otros, en un rápido ataque, con gran aspaviento de ladridos chillones, se lanzaron sobre nosotros, a mis espaldas. Yo me enfrenté a ellos, perros callejeros sin casta de valientes, a gritos, a patadas y en cuanto pude también a pedradas. Pero, entretanto, fuera del barullo, el jefe se abalanzó sobre el Azabache y le sembró los colmillos en un anca. El chillido del can herido, agudo y lastime-ro, salió disparado como un cohete, rumbo a casa de mi tía María, perseguido por los rabiosos ladridos de los atacantes y de otros muchos más que, desde sus casas, se sumaban a los de los persecutores. Un horizonte de aullidos se fue trazando en la oscuridad y alejándose de mí. Me quedé solo. Así llegué hasta la mesa de los frijoles refritos, la mantequilla, el queso, el café con leche y el pan dulce, que me estaba esperando en casa del homónimo del ilustrísimo primer obispo de París.
Al día siguiente no encontré al Azabache echado a la puerta de mi cuarto, como era lo normal. Estaba avergonzado y por eso se escondía. Esperaba una repri-menda, creí. Lo encontré, como cuando lo vi por pri-mera vez, echado, aplastado por la melancolía, ensimismado, divorciado de la realidad. Con estoicismo espartano se dejó limpiar la herida, que nadie había percibido: en esa casa no merecía la menor atención. No se puso de pie. Ahí se quedó quien sabe cuántas horas. Cuando volvió a caminar lo hizo con la cola entre las patas, pegada al estómago, signo inequívoco de cobardía perruna. Le atendí varias veces la herida, hasta que sanó.


IV

Transcurridos cierto tiempo recobró su fidelidad hacía mí, quizá hasta con mayor apego y, como antes, me acompañaba silenciosamente en todas mis tareas. Uno de esos días, mientras yo irrigaba los naranjos, de nuevo, porque lo había dejado de hacer, atrapó con el hocico una fruta ya madura y en lugar de dejarla caer al suelo, me la entregó como un presente, en la mano. Yo lo veía transformarse, tomar confianza en sí mismo, hasta festivo, pero seguía negándome su compañía en las salidas nocturnas.
Ya habían pasado casi dos meses. Las ampollas de mis manos ya eran callos. Las sombras de la noche ya eran para mí identificables. Reconocía a las personas por sus pasos, por su cigarrillo, por sus compañías o soledades, por su horario. Ya descifraba en buena medida los signos de la oscuridad y hasta daba en el blanco con algunos saludos como buenas noches don Emilio, pero había perdido la compañía del Azabache que no me faltaba durante el día.
Como nunca aparecieron los perros enemigos las veces que hice el recorrido solo y porque me faltaba aquella compañía, una noche, por si las dudas, me armé con el varejón de durazno que había usado la primera vez que fui de visita a casa de mi tía Teresa, y amarré con una cuerda el cuello del Azabache. Casi a rastras lo obligué a salir, aunque en verdad debo decir que no opuso gran resistencia, la que pudo ser empecinada e invencible. Quizá la presencia del varejón fue un argumento persuasivo y los jalones asfixiantes de la cuerda, también. Lo cierto es que unas cuadras más adelante sentí como que la compañía era casi voluntaria y espontánea.
Todo ocurrió en un santiamén. Los malditos perros enemigos, llegaron hasta nosotros con el mayor sigilo, podría jurar que hasta disfrazados de sombras y con zapatos tenis. Yo no los sentí y creo que tampoco el Azabache. De pronto se hizo la batahola. Todos contra el miedoso, contra el cobarde, perro amarrado. Quise sacarlo del barullo de gruñidos aterrantes, a fuerza de tirones de la cuerda, pero ésta parecía atada a un muro. Decidí dispensar varejonazos y patadas a diestra y siniestra, arriba y abajo. Golpes secos acomodaba, sin efecto alguno. El ataque continuaba. La tensión de la cuerda me comunicaba una muy pobre defensa del Azabache, sentía sus movimientos pesados, como si estuviera cargando otro cuerpo. De pronto sentí que la fuerza se aligeraba y un chillido agudo, distinto al es-cuchado la primera noche, se fue como arrastrando lejos de nosotros y con él las pisadas de los otros perros, que huían.
El Azabache jaló y siguió conmigo el camino, rumbo a casa de los Lombardi. Estaba herido, lo sabía. Oía su lamento sordo, como de mudo. Cojeaba, pero seguía adelante. No me atreví a acariciarlo por temor a poner la mano sobre alguna herida. Así llegamos a nuestro destino.
A la luz de la lámpara Coleman, de bolsita, y de la fragua de Perucho, me di cuenta de lo ocurrido.
La embestida del jefe de la manada enemiga había sido de frente, le había encajado al Azabache los colmillos en la parte musculosa de una pata delantera. Este, sin otra alternativa, sintiendo el dolor de la dentellada, había prendido sus fauces en la oreja del atacante, que le había quedado justo en el hocico, y sencillamente no la había soltado. El otro perro con un dolor atroz, había tratado de zafarse, a base de jalones, mientras sus compinches pegaban dentelladas aquí y allá, lo que había multiplicado el tironeo.
Cuando la tía me daba agua con cenizas de carbón para que yo la aplicara en las muchas heridas de mi perro, al ver su hocico, me di cuenta que la sangre que manaba no era suya sino de la oreja del otro perro, que el Aza-bache aún no soltaba de sus mandíbulas, trabadas todavía de pura rabia.
Las heridas sanaron y con ello una verdadera revolución espiritual se operó en el Azabache. Ya no se la pasaba pegado al suelo. Andaba por la casa erguido y sus movimientos ya eran elásticos, ágiles.
Hubo tiempo para hacer otro recorrido. El perro se mostró ansioso por acompañarme.
Salimos. Yo sentía sus pasos ligeros adelante de mí, atrás, a mi lado. Y vaya sorpresa: en su jugueteo confiado y seguro, era seguido por otros perros que se afanaban por acercarse a él.
Ya era jefe.



miércoles, 17 de marzo de 2010

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Óscar René Cruz O.

EL PRESIDENTE OLVIDADO
Novela

La personalidad de El Dictador ha sido tema elegido por los grandes escritores.
Rafael Carrera, nacido en la pobreza en un pueblo escondido en la selva, diferente físicamente a los demás e iletrado, se ganó el desprecio de "la sociedad" cuando escaló el poder y después de muerto. Los libros de texto se lo saltan. Es el Presidente olvidado o que desean olvidar.
Sin embargo, por los hechos históricos que protagonizó , es imposible borrarlo de la Historia. Nadie negó, niega o negará qe el hombre "de gran talento natural y audaz" fuera amado por su pueblo; que mereciera el título de "Rey de los Indios"; y que, durante su gobierno vitalicio, su país prosperara.
Rafael Carrera es uno de los pocos seres que, a partir de cero, obtuvo los más altos logros; en el Presidente Olvidado se reconstruye el retrato de una personalidad formada en contacto con la naturaleza y con los seres humanos, muy lejos de los libros y de la escolaridad: no aprendió a leer ni a escribir, no quiso hacerlo y gobernó cerca de 28 años.
Es el padre fundador de su patria.